Enseñarme – Enseñarnos
Unas notas antes de empezar: Escribo esta reflexión en torno a la pedagogía de la danza en Quito, durante el mes de marzo de 2021. La última vez que ofrecí un taller presencial fue justamente hace un año, días antes de sumirnos en la pandemia. Viajé a Guayaquil como docente invitada de la Universidad de las Artes para guiar el laboratorio de creación del primer nivel de la carrera de danza.
Tuvimos cuatro días seguidos de trabajo intenso, la última jornada finalicé emocionada con el abanico de cuerpos-objetos creados por las estudiantes, expuestos en el amplio salón de piso negro y paredes blancas. En un ejercicio de estar presentes de forma total, no registramos en foto o video nada de lo sucedido.
Quedamos muy entusiasmadas con la vivencia en el laboratorio y lo que vendría en las siguientes sesiones, con esa falsa seguridad del futuro con la que antes vivíamos.
Afortunadamente meses después pudimos continuar en una versión virtual del laboratorio a través de Internet. A pesar de todos los pesares fue una experiencia muy potente y enriquecedora. Siento mucha gratitud por cada una de las participantes, quienes entregaron lo mejor de sí en medio de una crisis dolorosa y se lanzaron a crear cuerpos y mundos con las herramientas que tenían a mano: un espacio, su cuerpo y el teléfono móvil para registrar.
Han pasado muchos meses ya, he sido privilegiada con la posibilidad de quedarme en casa y ocuparme de los cuidados de mi familia. Pude adaptar a la virtualidad uno de los proyectos artísticos en marcha, el otro no, quedó en pausa hasta el día de hoy. He acompañado silenciosamente desde las redes sociales el devenir del sector de las artes escénicas, devastado por la crisis sanitaria, social y económica. Dentro de los procesos de resistencia he observado con avidez la reunión de mujeres que lentamente se organizan para alzar la voz. Con el corazón estrujado he leído las distintas denuncias de violencia. Todo eso me ha calado profundamente. El encierro me significó la gran oportunidad para revisar y reflexionar en torno a mi vida y en particular mi profesión, desde mis inicios como aprendiz. Con esa mirada de revisión, despliego la siguiente reflexión. Surge como una urgencia por marcar los principios desde los cuales trabajo, denunciando aspectos con los que no estoy de acuerdo.
Les agradezco a Viviana, Gabriela y Paulina por la invitación a reflexionar. Seguramente si más adelante tengo la oportunidad de reflexionar en torno a la pedagogía de la danza me referiría a otras cosas, o tal vez no ¿quién sabe? Hoy día esto es lo que tengo para compartir contigo, lectora, lector, lectore.
Para mí la danza es una vivencia personal: práctica y conocimiento que entrelaza el movimiento con el pensamiento y la presencia, como una forma de habitar el presente, de existir. Yo bailo como una forma de ser/estar. Bailo para habitarme, más que habitarme; desplegar mi habitación/cuerpo; desplegar mi ser.
Comprendo el enseñar y el aprender danza como actividades entrelazadas, porque en los espacios en que comparto mi quehacer sigo aprendiendo y también, porque la forma cómo enseño está vinculada a mis primeras experiencias como aprendiz, entre los años 2000 y 2005. Establezco este vínculo, no porque reproduzca tal cual lo que aprendí, que de hecho todo lo aprendido de alguna forma atraviesa mi forma de hacer, crear y enseñar; sino porque me ocupo, con mucho esmero, de propiciar aspectos que, con el tiempo, reconocí como indispensables y que en las experiencias iniciales que tuve como aprendiz fueron escasos.
Propongo espacios de trabajo en los que prime la exploración desde el movimiento propio antes que la copia de formas y movimientos ajenos. Procuro que estos espacios sean seguros y que tengan como base el respeto, promoviendo la autoaceptación corporal y el amor propio. Con estas bases establecidas, comparto las herramientas, pautas y hallazgos del camino que he recorrido, como un acto que quiere ser agua en tierra fértil para hidratar semillas en su desarrollo autónomo.
Un territorio. La danza es tan amplia como un territorio, es mucho más que una técnica o una forma de bailar. Cada cuerpo es tan peculiar como la danza que despliega. Vivo la danza como un territorio de creación que abarca la maravillosa posibilidad de manifestar mis potencialidades, que me brinda diversas vías para el descubrimiento de mi propia voz, desde lo más profundo de mi ser.
A la hora de enseñar, me ofrezco como acompañante de la búsqueda de la peculiaridad de los caminos, las voces y las danzas de las otras personas. Cada vez que aprendo me propongo vivir esa experiencia desde una curiosidad activa, aprendiendo a aprender. Esto resuena con la expresión coloquial que usamos aquí en Ecuador cuando nos referimos a la acción de asimilar una experiencia, adaptarnos o acostumbrarnos a un contexto o una actividad nueva: enseñarse, que en este caso sería enseñarme. Pues además de tener la guía de quien esté en el rol de profesora, soy yo quien me lleva de la mano a mí misma en ese territorio inexplorado, enseñándome a recorrerlo y habitarlo.
Como mujer andina, a partir de mis vivencias, encuentro que buena parte del territorio de la danza, sobretodo los espacios de enseñanza formal, son espacios donde se perpetúan los pensamientos coloniales y patriarcales, los cuales se difunden como ideas objetivas y universales, pero que en realidad son elaboraciones que responden únicamente a una pequeña parte del mundo, que no nos incluye. Esta lógica que sostiene a la danza como disciplina, replica incansablemente técnicas ajenas y muertas, creadas en relación a otros momentos y contextos que no necesariamente dialogan con nuestra realidad en Abya Yala, ni responden a nuestros cuerpos andinos, exigiéndonos aspirar a tener, es decir, a ser lo que no somos.
Al recordar mis primeros años estudiando técnicas clásicas y modernas lo que viene a mi mente es la imagen de un gran grupo de mujeres repitiendo incansablemente movimientos y formas, anhelando ciegamente los cuerpos ideales de la danza occidental: bellos, delgados y virtuosos; negándose a sí mismas inconscientemente, sin ver, ni reconocer lo que son.
Al finalizar la primera etapa de mi formación en danza, la cual se dio en Quito en una escuela privada y en Buenos Aires en una universidad pública, tuve la suerte de transitar por una serie de talleres en los que aprendí guiada por personas maravillosas, quienes me ofrecieron generosamente las perlas halladas y pulidas en su camino como artistas. Estas experiencias, que tuvieron duraciones y formatos diversos, me ayudaron a completar la impresión sobre el aprendizaje de la danza, recuperando el sentido inicial que me llevó a dedicarme a este camino, dotándolo de un horizonte más amplio y más amoroso. Hicieron eco con las experiencias excepcionales que tuve en la primera etapa de mi formación con profes íntegras que guiaron con sabiduría los espacios, en los que hice contacto con mi pasión por la danza.
Como un devenir consecuente con lo experimentado, cuando tengo la oportunidad de compartir en espacios con el rol de guía procuro propiciar la exploración de la propia danza, la danza propia, que parta de nosotras mismas, que dialogue con nuestros pensamientos e intereses, partiendo de las posibilidades que nos ofrece nuestro cuerpo. Propongo que estar en el rol de quien aprende, implica asumir conscientemente la responsabilidad sobre su proceso; quien aprende se enseña a sí misma dentro del universo propuesto en clase.
Utilizo herramientas para entrar al cuerpo, para calentarlo y ponerlo a disposición de nuestra propia creación. No ofrezco secuencias para ser reproducidas sino pautas de exploración para despertar la propia danza, así como algunas vías para crear las propias pautas.
Nunca me interesó ser buena ejecutora de la técnica x o y; la danza me atrajo por la posibilidad que me ofreció de trazar mi propio camino. Por ende, cuando tengo la oportunidad de compartir no busco moldear personas para ser buenas copiadoras. Las considero colegas y les ofrezco lo mejor del camino, para más adelante, reencontrarme con ellas como pares artistas con quienes intercambiar, compartir y nutrirnos mutuamente de la singularidad de nuestros mundos creados.
Concibo la pedagogía de la danza en general y los espacios de aprendizaje y experimentación de danza en particular como tiempos/espacios preciosos en los que compartimos, desplegamos y construimos, desde nuestra visión de mundo. Elijo establecer ambientes de aprendizaje a partir de vínculos horizontales con roles, dinámicas y límites definidos, basados en relaciones de respeto, escucha y acompañamiento para el crecimiento conjunto. Como eje fundamental, propongo que en estos espacios practiquemos conscientemente, es decir, nos enseñemos a nosotras mismas a habitarnos y desplegarnos desde la auto aceptación corporal y el amor propio.
En los espacios por los que transité, en mi camino de aprendizaje, estas pautas básicas fueron escasas, por el contrario, salvo maravillosas excepciones a quienes agradezco infinitamente porque fueron una de las razones por las cuales no desistí durante mi proceso de formación, en la mayoría de espacios donde aprendí danza fui motivada a negar mi cuerpo y por ende a rechazarme, al mismo tiempo, exigiéndome lograr una serie de posturas y movimientos que me hacían daño físicamente. Esa vivencia fue una gran contradicción que me ocasionó mucho sufrimiento y que me llevó años hacer consciencia para poder liberarme. Desligar la danza, mi danza de la lógica impuesta implicó un largo trabajo, para desaprender y recuperar el sentido de mi práctica.
Veo el aprendizaje de la danza como un camino maravilloso de autodescubrimiento y despliegue del potencial y a su vez, creo que puede ser todo lo contrario, un camino de dolor y negación por no calzar en los modelos establecidos. Esto depende en buena medida del enfoque con el cual se establece ese espacio de enseñanza. Además, cabe recalcar la apertura y confianza requerida a quienes se entregan a los procesos de aprendizaje de la danza, porque la materia con la que se trabaja es la persona en sí, aunque lo habitual sería decir que la materia es el cuerpo, pero ¿qué es el cuerpo sin el ser que lo habita? La apertura y la confianza de quien aprende, devienen en una situación que; bien guiada por quien tiene el rol de enseñar, habilita experiencias maravillosas en torno al diálogo, el trabajo en equipo y el desarrollo de empatía, sin embargo, también expone a situaciones de vulnerabilidad ante peligros reales y concretos como son el acoso y abuso por parte de los profesores.
Es así que identifico en el horizonte del aprendizaje de la danza, como en la vida misma, varios caminos y paisajes posibles en el proceso, que pueden ser incentivados por quien guía el espacio: conexión con una misma, empoderamiento, desarrollo del amor propio y aceptación del propio cuerpo, desarrollo de habilidades para compartir y convivir con otras personas, ejercitando la confianza y la empatía; sólo para nombrar algunos de los aspectos positivos más relevantes que encuentro en este camino, complementarios al desarrollo de la práctica artística en sí.
Otros paisajes posibles son, en la vía de conexión con una misma, al no calzar con las imágenes ideales impuestas por el entorno y reforzadas por quién ofrece la clase, rechazo a una misma, desempoderamiento y todas las consecuencias que esto puede acarrear cuando no hay un acompañamiento adecuado, como graves desórdenes alimenticios, por nombrar uno de los más comunes.
Al reflexionar sobre la pedagogía de la danza, no puedo dejar de nombrar todos estos elementos desde la perspectiva de quien aprende danza, porque son parte de mi historia personal y el conocimiento que puedo aportar viene principalmente de mis vivencias. En los primeros años de mi formación en danza, siendo menor de edad, viví situaciones inolvidables, por lo bellas: contacté con mi pasión por el movimiento y la escena, participé por primera vez en la creación y estreno de una obra; así como las experiencias más dolorosas: fui acosada y manipulada por uno de los profesores de la escuela y fui testigo del deterioro de una de mis compañeras más cercanas de la escuela que sufrió de anorexia severa, quien finalmente dejó la danza y dio por terminada nuestra amistad.
En ambas situaciones, dada la falta de guía y acompañamiento por parte de la escuela de danza y de los adultos de mi entorno, y también por mi desconocimiento, no hice nada. No denuncié el acoso y tampoco supe cómo acompañar a mi amiga. Me ha llevado muchos años procesar, hablar y sanar. Hoy, veinte años más tarde, según las leyes ecuatorianas actuales el delito del que fui víctima ya no tiene vigencia, es decir, no se puede denunciar por la vía legal.
Menciono estos aspectos en un ejercicio de hablar sobre las experiencias negativas y traumáticas que lamentablemente han sido y son parte de los procesos de aprendizaje, como un intento por evidenciar que, así como en todos los ámbitos de la vida, la violencia ejercida hacia las mujeres, la discriminación y el acoso son una realidad en la danza.
Esta realidad demanda que todas, todos, todes quienes nos involucramos en los espacios de aprendizaje/enseñanza de la danza estemos alertas y velemos por la seguridad de los espacios. Saber elegir bien las palabras que utilizamos al guiar los procesos, no reproducir los aspectos negativos de nuestras vivencias y, más bien, esforzarnos por crear espacios donde podamos encontrarnos a explorar, descubrir y crear desde la maravillosa singularidad de nuestro cuerpo en movimiento, afianzando en nosotras mismas el respeto, el amor y la confianza de que podemos enseñarnos sabiamente.
Una nota para finalizar esta reflexión: quiero agradecer y honrar con mucho cariño a Aida Colmenero Díaz, Carolina Váscones, Lucía Russo, Princesa Ricardo Marinelli, Qudus Onikeku y Oswaldo Marchionda; mi encuentro con cada una de ustedes y lo que ofrecen al mundo le dieron y le dan sentido a mi camino en la danza.