Nathalie El Ghoul

A los 4 años de edad mi madre no sabía qué hacer conmigo, no paraba de moverme, de agitarme. Me clavé tornillos y me quemé los pies varias veces. Recuerdo profundamente el sudor en mi frente, en mi cuerpo, muchas veces generaba un charco de agua en el que terminaba por resbalar, tanto en casa, como en las salas de danza. Lo recuerdo con placer, también recuerdo haber recibido una bofetada por parte de mi profesora de danza y un toallazo en la boca, por una crisis de nervios antes de salir al escenario a los 14 años. Rocé muchas cosas y muchos estados, cercana a la anorexia y a la bulimia, impulsada por una educación castradora en mi escuela de danza, desde donde me recalcaban y me preguntaban antes de empezar mi clase -¿cuántos shawarmas me había comido antes de llegar?- a los 8 años de edad. Ojalá esto se pudiese borrar de mi memoria, sin embargo, está muy presente.

Ahora, intento bailar mis ausencias, mis pérdidas y mis nuevas rutas. Abrazo la ausencia, aferrándome a la idea de enraizarme, desde un cuerpo que emerge vibrante, colonizado, politizado, fragmentado y desterritorializado.

La danza, movimiento centrífugo, centrípeto, peso de la gravedad. Excavación de la memoria. permanencia del instante. Sostener y dejar caer. Cuerpo. Mapa geográfico. Ruta inalcanzable. Que fugaz, como un pulso Nace, muere a cada instante.

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