
Jorge Alcolea
Mi relación con el arte no comienza con alguien que poseía ciertas
características psicológicas, emocionales o físicas y que en el arte encontró el
espacio para poder desarrollar una vocación pre-existente; todo lo contrario: ha sido el arte el que me ha dicho cómo vivir, de qué está constituida la realidad,
mi psiquis, mi existencia. Cuando era muy niño, tuve la suerte de nacer en un
país, un país llamado Cuba, donde se manejaba la utopía como motor social y
había algunas ideas bastante interesantes, como que la salud y la educación
no tenían que ver con el dinero que tenías, sino que era un derecho, y ahí
estaba yo, con todo mi derecho, en un salón de danza corriendo, riendo,
saltando, sufriendo a veces, con todos mis amigos, reafirmando una vez más
ese lazo perpetuo entre arte y vida.
Luego en mi adolescencia el arte se fue extendiendo, ya no sólo pertenecía a
los salones de danza, a ese limitado mundo del cuerpo, hedonista y narcisista a
ratos, sino que se fue extendiendo a otros territorios como la música, las artes
plásticas, el cine y todos estos espacios tenían algo que contar, algo que
decirme sobre la metáfora, el espacio, el color, el concepto, la forma, lo social,
lo individual, el grupo, las emociones, lo banal y la belleza pero, sobre todo,
sobre la existencia. Muchas veces este lazo vida y arte no ha jugado a mi favor;
se ha vuelto la causa de ciertas lastimaduras existenciales porque me he
juntado con personas que miran la realidad con más objetividad que yo, y las
entiendo. Hay algo en mí que ama el mundo de las ideas, las metáforas, la
subjetividad y, de cierta manera, es un mundo que, si bien es necesario y vital
-para los estándares generales- también suena un poco aburrido.
Cuando terminé de estudiar -formalmente hablando-, porque en realidad no he
dejado de estudiar nunca -si se entiende como estudiar profundizar,
sistematizar, crear, entender, analizar, replantear, conocer-, mi entrada al
mundo profesional estuvo llena de grandes descubrimientos, una nueva zona
de preguntas me esperaba. Hasta ese momento el arte me hablaba de la vida
en general, de repente se abrió un nueva pregunta: ¿qué significa el arte para
mí? En la respuesta de esta sencilla pero evasiva pregunta ando todavía,
porque es muy difícil mirarse por dentro y ser libre dentro de un mundo que
tiende a homogeneizar -no digo las formas, sino, hasta las emociones-. Es un
esfuerzo enorme ser uno mismo, pero creo que la vida y el arte valen la pena
vivirlos intentando dar respuesta a qué significa estar vivo, en qué pudiera
compartir de mi experiencia vital con ese público que viene en las noches a ver
un espectáculo artístico.
Y así, caminando a ciegas, tanteando oscuridad y de vez en cuando algo de
verdad, llegué a Ecuador, un país que me ha abierto sus puertas, sus cielos y
sus montañas, sobre todo su gente. He conocido gente maravillosa que me ha
ayudado a entender un poco más la vida y el trabajo; un país donde hay mucho
por hacer, que se vuelve complejo a veces pero es donde he podido desarrollar
muchas ideas sobre mis creaciones y mi método de entrenamiento, un país
donde nació el grupo de danza independiente El Pez Dorado. Un país que
siempre estará relacionado con la metáfora de nadar en aguas más profundas, del espectáculo como una red que lanzada al mar -metáfora del
subconsciente-, quiere atrapar ese extraño pez, de un espectáculo cuyo
único compromiso es con la belleza, si se entiende ese concepto “belleza” no
como algo frágil, condescendiente, pasajero, sino como algo subversivo y
peligroso, martillo que rompe el cristal de las apariencias, encuentro con lo
desconocido, revelación fascinante.